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Hay un momento de nuestra vida en que no necesitamos más letras que éstas para ser felices, porque nos permiten decir las dos primeras palabras que salen de nuestra boca: “papá y mamá” (un orden ciertamente machista para referirse a este tándem).
Qué indispensable y mamona suena la “m”, qué importante y pedorra la “p”, y… ¡qué aglutinante la “a”!.
Durante una parte de la vida no necesitas más sonidos para subsistir que la elemental combinación de una “m” y una “p” con la “a”. Sin duda, al iniciarnos en el habla, son los sonidos que menos nos exigen para sonar. Esa “a” primordial, casi que obedece al mero hecho de respirar, y sale, sin querer, al llorar, gritar o anhelar.
Luego la comunicación se hace más compleja; el mundo invade la vida de los niños introduciendo otros referentes y, por tanto, otros sonidos; desdibujando, poco a poco, esa ineludible tabarra que habla de lo más básico: papá y mamá.
Hoy al pagar la compra me ha atendido una chica de unos 25 años. Cada vez que pasaba un producto por el lector de códigos y se oía el “bip”, permitía hacer otra lectura al mostrar su brazo tatuado.
Junto a una corona descomunal se había tatuado esas dos palabras: «papá y mamá». Escritas con una caligrafía idéntica a la de los cuadernos de escritura escolares, ligadas por los lazos de una i griega muy enredosa, con una tinta indeleble y en el papel de su piel.
¡Qué gracioso cajera! ¡Qué bonito reconocimiento, mujer!
Era como si, al llenar la cesta, nos recordaras a todos quiénes fueron los primeros responsables de nuestra alimentación y bienestar: “papá” y “mamá”.
Y es que no importa que existir sea una tremenda casualidad, que la voluntad concreta de que fueras tú su hijo o hija sea lo único inconcebible. Uno viene de ellos y es hermoso entenderlo y reconocerlo. Es como responder a la explosión de placer que fue el orgasmo que nos proyecto a la vida con una eterna señal de gratitud.
Puede que algunos hijos no se merezcan el trato recibido de sus padres, puede que éste haya sido determinante y les haya impedido pronunciar la “m”, la “p” y la “a” con el amor y el respeto esperados, llevándolos incluso a enfrentamientos que van contra natura.
Pero hay otros muchos que los veneran hasta extremos inimaginables, y que quieren seguir diciendo el resto de sus vidas “papá y mamá”. Y que aunque ya no tengan edad para ello, quieren que sepamos por escrito que esas dos palabras estarán con ellos el tiempo que dure su existencia.
No es cierto que a la hora de amar, el amor a los hijos sea el único cierto.
Nunca me haría un tatuaje, pero te juro, cajera, que yo te he grabado en mi memoria para siempre.