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lúdico lodo

Estoy yendo a clases de cerámica. No es una novedad que en mis manos haya barro. Sí que me las manche sin que me obliguen. De joven lo modelé con un buen profesor, un tal José Vento. Un gran artista y diría casi que mejor persona.

Los tenía olvidados, al barro y al maestro.

Recuerdo aquellos churros interminables retorcidos girándose sobre una base y amalgamándose con mis dedos infantiles, hasta acabar siendo un churro de cuenco que, a su vez, acabaría siendo un churro de regalo para el día de la madre.

lúdico lodo

Hoy, medio siglo después, he vuelto a las andadas, pero esta vez con mis manazas y ya sin poder pensar en mi madre y su día.

He modelado una cabeza humana. La sensación es maravillosa. Qué ductilidad la de la arcilla, con qué facilidad se quita, añade o corrige: que falta mentón, un pegote y asunto arreglado; que un ojo está más alto que otro, un poco de presión encuentra rápido un equilibrio aceptable; que falta pelo, un injerto del tamaño conveniente y listo. Al final, ni se nota cuánto y con cuanto ha intervenido el creador.

Lo verdaderamente delicado viene luego, con “el vaciado”. Hay que dejar la cabeza “hueca” (tiene gracia), para evitar fatales pompas de aire que con el calor de la cocción puedan desintegrar la obra. Hay que echar paciencia e ir “arañando” hasta convertir la masa de barro en un… molde.

Esta es la génesis del rostro humano que he modelado y que hace unos días salió sin tropiezos del horno de una nueva maestra. El “cabezón” ya está en casa.

Ahora mismo, situado en una estantería del salón, me está viendo escribir impertérrito.

De vez en cuando los dos nos observamos. Y de vez en cuando me pregunto qué diría si se viera en un espejo. Tal vez él también se preguntaría lo mismo que yo: ¿por qué no me esforcé en hacer de verdad su cara más bella?

Y es que el día que me la entregaron, la clase de cerámica no acabó al salir de clase de cerámica.

Al subirme en el bus de vuelta a casa, me senté frente a una mujer madura. Me fijé en su rostro y su figura y sentí estremecerse mis manos. ¿Dios, dónde estaba su cruel artista?… Qué perverso criterio no le había frenado a la hora de intervenir y poner “pegotes” a aquel rostro claramente alejado de la semejanza. Por qué aquellos labios y pómulos  tan hinchados… Por qué aquellos pechos tan ingrávidos pese a su desproporcionada dimensión…  Por qué nadie desactivó la convicción de un perturbado que trabajó convencido y convenciendo de que esa era la mejor forma de encarnar una belleza superlativa.  Alguien había condenado aquella mujer al lodo de las miradas y los comentarios más descarnados.

Aquella trabajada belleza se encontraba muy lejos de ser natural.

Después de la gran cagada en el paraíso, Dios ofendido le dijo a Adam: “… recuerda hombre: polvo eres y en polvo te convertirás”. Es indudable que aquel acaloramiento de Dios hoy sigue activo, en ese incandescente horno que continúa cociendo millones de rostros y figuras de barro, hechas con los polvos terrenales del pobre Adam. Inevitablemente algunas salen con taras, pero lo peor es otras, las obras que desafiantes buscan sublimarse, y que corren el riesgo de caer en manos de algún tarado que cobra fortunas por hacer del defecto espanto.

Me pregunto si no Volveremos a ver querubines y espadas de fuego protegiendo el camino del árbol de la vida.