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atropellar sombras

Cada mañana, el deber y mi coche me llevan en volandas por un río de asfalto que divide el mundo en dos idénticas mitades: a un lado infinitos olivos, al otro, un mar de olivares.

Siempre voy con tiempo de sobra. Me gusta amanecer fuera de la cama y llegar al trabajo sin prisa, como por accidente.

En algún punto de una carretera, embarrada por las rodaduras de los tractores, veo el reloj del horizonte ponerse de puntillas para fisgonear lo que pasa en el campo. Entonces sé que voy bien de tiempo y me recreo en el camino. Me gusta bajar la ventanilla y percibir siempre lo mismo: el olor a mañana que exuda una tierra que apesta a aceituna herida a varazos, y que cultiva una raza de hombres sin pedigrí, pero que trabaja duro bajo un sol de injusticia.

sombras de lo que soy

                                                                    

AYER, súbitamente, el sinfín de olivos que, con lineal monotonía, corta el cuchillo de esa carretera, se vio interrumpido por una famélica sombra que se arrojaba sobre el asfalto. Pertenecía a un galgo negro que al oírme venir encontró una excusa para detenerse. Venía bordeando la carretera como el que bordea un abismo, como el que cavila dar un paso en falso para caer en el más oscuro vacío. En el momento que atropellé su sombra, percibí que el galgo lo sintió, porque me lanzó una mirada exánime, entre ósea e inerte. Entendí que jadeaba leguas de un cansancio que parecía pesar toneladas. Ese perro, de famélico que estaba, debía haberse comido hasta sus propias carnes. Sentí pena, pena que fue pasajera.

SÓLO UN DÍA DESPUÉS, por la misma carretera y a la misma hora, he sobrepasado otra sombra, la de un… vagabundo. Llevaba sobre su costillar unos bultos y, en las manos, muchos plásticos. Una gorra coronada por una orla mineral de sudor y una barba tan negra como la peor de las suertes. Las suelas de sus zapatos iban dando lengüetazos al camino hasta que, al sentirme venir, se las ha mordido su curiosidad dándole el alto para verme pasar de largo por encima su yo más oscuro. Inevitablemente he pensado en su hermano el galgo. Demasiada similitud entre ambos.

¿Iban a ninguna parte, venían de alguna?… No sabría contestar. En la mirada de ambos he visto un extravío insalvable y una falta de fe absoluta en el hombre. Durante una fracción de segundo a los dos les tendí la mano con la mirada, pero sólo con la mirada y sólo durante una fracción de segundo. Seguramente porque mis manos no podían dejar de agarrar la piel del volante de mi Volvo negro antracita, porque yo aspiraba el aire de otra mañana cargada de buenos presagios, seguro de que al final de la jornada me esperaría un buen plato de comida y de que, al llegar la noche, usaría mi Iphone para charlar con un amigo y reír tumbado en mi confortable colchón Normablock recubierto de viscoelástica  para tener los felices sueños que te asegura un lexatín.

Si mañana ves que en mis ojos hay oscuridad, en mi camino verás más sombras.