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¿bosque o árbol?

Dic 10, 2022

Cuántas veces, por el motivo que fuera, algún listo nos ha abierto los ojos con el sopapo de esta aguda frasecita: “mira que el árbol no te deja ver el bosque”. 

Qué razonable -que no razonada- nos ha parecido siempre. Pero ahora, en cambio, veo que no, que sólo era una frase, y más recurrente que pertinente.

Desde luego la afirmación tiene mucho de irrefutable, y he de admitir que cada vez que me la han espetado, ha caído sobre mi frágil conciencia como una gigantesca secuoya milenaria. Es de cajón: si pegas tus narices al árbol es imposible ver el bosque. Pero… ¿quién dice que lo importante es ver el bosque, que la generalidad sea la auténtica aspiración de los que presumen de ver las cosas debidamente?

¿Por qué demonios hay que contemplar la vasta inmensidad del bosque pudiendo uno centrarse o concentrarse en la belleza tangible e inconmensurable de un sólo árbol, con sus peculiaridades, con su personalidad, con sus claros y sombras, con sus frutos maduros y pochos?… ¿Acaso se le ocurriría a alguien convencernos de que “contemplar un cuadro nos impide ver el museo que lo alberga”?

 ventanal esmerilado en escalera

Lo he descubierto hoy, depronto, al descender de un quinto piso por unas escaleras pintorescas por pintureras; las de un edificio, por otra parte, bastante ramplón.

Las escaleras en cuestión, tenían una luminosa cristalera mural en cada rellano, del primero al último piso, lo que me ha animado a subir y bajar por ellas con una sobredosis de alegría. El cristal era de un vidrio grueso, basto e, imagino que para evitar el vértigo, esmerilado. A la altura del tercero, me ha frenado el eco de aquella frasecita:

-“Detente, a ver si el bosque no te va a dejar ver el árbol”. 

Esta vez, me ha sonado rara.

Macro de paisaje convertido en impresionista por efecto de una vidriera

En la esquina de una de las vidrieras, de ese tercero, se ha recortado, cobrando repentinamente vidas, una pequeña obra de arte, intrascendente sí, pero a mis ojos sublime. La luz del día -lluvioso-, el reflejo rojo de algunos tejados anejos, objetos inciertos por borrosos, la textura relevante del cristal… El cóctel ha dibujado en mi mente el curioso y efímero paisaje al que me he arrojado sin pensármelo dos veces, empujado por una bendita no sé si casualidad o causalidad. 

Nada ha impedido que mi imaginación se haya precipitado al vacío, arrojándome claramente a la belleza de un paisaje tan árido como despoblado. Creado -no había duda- por el plástico pincel de madera del mismísimo Wassily Kandinsky, empapado sólo de sus colores más cálidos. A la altura del segundo, mi visión se ha transformado hasta ver surgir a mis pies una pequeña ensenada que he situado en la mismísisma Baja California, y que era una especie de papiro cartografiado con inocente ingenuidad por un navegante llamado Juan de Palma. Poco después, el caleidoscópico vidrio, me ha llevado a aterrizar en la ladera yerma y blanquecina de una elevación arenosa en la Capadocia. Allí he visto desaparecer a mis pies, engullido por la arena, un perro al que Goya inmortalizó. Acto seguido, he descendido por la ladera levantando, a cada paso, nubes de polvo que de inmediato se fundían con un cielo plomizo, provocando una lluvia fría, una lluvia que ha resultado ser el llanto de Lucifer, el mismo llanto que Alexander Cabanel sintetizó en la soberbia lágrima del ángel caído que, ahora, negra y brillante, rodaba por una cárcava reseca, para terminar regando la hermosa rosa que el azar, caprichosamente, ha situado a la izquierda del inexistente cuadro, y que, mira por donde, ha resultado ser la misma rosa que Saint-Exupéry dibujó para ilustrar la gran diferencia que hay entre “amar” y “querer”. Inmediatamente después, a su derecha, he descubierto el verdín de la Ciénaga de Macana, donde me he encontrado con Ricardo Sánchez Beitia, al que he suplicado que me pintara un árbol sin bosque:

– Por favor, sólo uno.

Un árbol al que poder dirigir mis ojos y emular a Jerónimo Melrinho, el abuelo del gran Saramago, para poder, como él, llegar a susurrarle mis palabras más secretas y sentidas. Y ha querido escucharme, porque en ese instante se ha dibujado en mi retina, ese ser robusto y hermoso, firme y lleno de vida que el destino guarda para mí.

En un tiesto.   

-Deja de mirar el bosque, que te pierde, céntrate en el árbol.