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ni tres minutos

El pan ha empezado a ser una constante vital en mis días. Lo tenía olvidado, tal vez porque, allí, donde vivía antes, el pan salía de un horno sin un mínimo de poesía, tal vez porque lo amasaban unas manos que lo único que acostumbraban hacer es dinero.

El pan que compro, lo veo salir de la boca del inmenso horno que hay en una tahona del pueblo donde ahora vivo. Mientras llega, charlo -fuera de guión- con una mujer algo menos blanca que la harina que cubre el mostrador. Es la que nos lo despacha.

viena de pan antequerana sobre mantel

Desde no hace mucho, llevo una vida que huele a pan, y gracias a él he vuelto a sentir amor por lo más básico, empezando por el que me debía a mí mismo. Es el ritmo de una vida bien distinta a la que hasta hace poco me consumía en la ciudad. Y si estirara esto que pudiera parecer exagerado, llegaría a decir que cada vez que entro en esa tahona, siento como si volviera a comulgar con una fe perdida: ahora el pan de mi mesa huele y sabe, y lo parto con las manos limpias y sin prisa.

(Fui un mendrugo demasiado tiempo).

Aquí el pan es tan reciente que no está ni acabado. A menudo, te hacen esperar unos minutos para que te lleves alguna pieza de la última hornada.

A la vieja -viejísima- que hoy estaba en la cola delante de mí, la panadera se lo ha hecho saber con una sencillez y una bondad dignas del panecillo que bajó a comprar.

-Para su viena espere tres minutitos, Lola.

La señora, obediente se ha apartado para que atiendan al siguiente; pero no por mucho tiempo, porque ha vuelto a preguntar a los pocos segundos,

– ¿Y eso es mucho, hija?

La vieja ha resultado más tierna que la miga de su viena. Tres minutos pasan en un abrir cerrar de ojos, pero ella sabe que en el sur también pueden resultar eternos.

La eternidad se ve que no era aún una opción deseable para la señora Lola. Estaba dispuesta a esperar los tres minutos primeros, pero se negaba a los segundos.

Me he quedado pensando y hablando para mis adentros sin poder evitar oír lo que decía.

Es verdad que aquí el tiempo no tiene medida. Sacar un chusco del horno, entrar a trabajar, encontrarse con un amigo por la calle, salir a desayunar o ir a “hacer un mandao”, en términos de duración son cosas tan elásticas que lo que son es «incronometrables».

Qué aparente maravilla es esta flexibilidad con el tiempo que nunca reconoció mi vida anterior. Esperar sin desesperar, aquí es el pan nuestro de cada día. Y se atiborran de pan y de esperar.

Pero … ¿por qué será que siendo tan del sur, Lola no lo ve así?

Hace un par de años, si mi corazón lo hubiese tenido tan claro como hoy, no habría dudado en llamar al 016 para poner a la vida que llevaba una demanda por malos tratos. Me he vengado de aquel pasado apartándome todo lo que he podido de él para aprender a vivir de otra forma, en otro tiempo.

Pero… ¿por qué será que no puedo dejar de entender a la vieja de la cola?

Te lo explico rapidito: cuando entiendes que no quedan tantos, no quieres perder ni tres minutitos.

¿Verdad, Lola?

-Ande, dele usted ya la viena, que doña Lola va con el tiempo justo.