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soñar sin techo

Ayer vi uno de esos ancianos que vagan por las calles abandonados a su suerte. Una suerte más que previsible.

Estaba asomado a un escaparate plagado de reclamos inmobiliarios. Se interesaba por una veintena de inmuebles cuyos precios están por las nubes.

(Lo sé porque yo mismo ya me había asomado a él unos días antes).

Quizá el eco de un pasado con más recursos le llevó a considerar cuál de todas aquellas viviendas era más de su gusto o más se ajustaba a sus necesidades; menudo chiste, cualquiera le valía aunque sólo fuera porque todas tienen techo.

mendigo viendo oferta inmobiliaria

Sucio, débil y encorvado, mal calzado y con las manos tan vacías como los bolsillos, pasó un buen rato clavado ante aquel pulcro cristal.

¿Qué estaría pasando por su cabeza? ¿A qué prestaba tanta atención? ¿Estaría midiendo la magnitud de su miseria?, ¿dando un respiro imaginario a su fatalidad? ¿Estaría sumido en la exaltación de algún delirio?…

Viéndolo no pude evitar un pensamiento tan fugaz como detestable:

“Qué absurdo, ¿de qué le servirá a ese pobre desgraciado buscar casa?”

Nada más decirlo se apoderó de mí un tremendo sentido de… CULPABILIDAD.

Me di cuenta de que mi lógica APLASTANTE tal vez estaba arrebatándole lo poco que le quedaba al viejo: la capacidad de soñar, la suerte de un sueño grato y a salvo de otras miserias: las cláusulas suelo, los tines y taes, las comisiones y diferenciales, las cargas, cuotas e intereses de demora… Un sueño, completamente INOCENTE. Aunque, no por eso, menos dañino y degradante.

-¡Orden, orden… orden en la sala!

-Señoría acuso a este hombre de haberle robado a un pobre.

-Protesto, señor juez, mi defendido no es un pillo al que acusar de obrar con mala fe para causar perjuicio. Sencillamente fue víctima de una reacción espontánea fruto del estado de bienestar en el que agoniza el inconsciente colectivo de los que marginan a los parias.

-No ha lugar a su protesta. A su defendido se le acusa de un delito lacerante y lesivo cometido, nada más y nada menos, que contra un indefenso. Que continúe la vista. El acusado tiene la palabra.

-Añadiré que en la miseria de un pordiosero sólo manda él, lo admito, ¡faltaría más,! y que ello le hace tan libre como son los demás, pero, Señor Juez, debemos impedir que sueñe con imposibles. Sus posibilidades de cruzar la frontera de cristal y consumar sus deseos se reducen a cero a este lado del escaparte, por lo que su miseria, en ese punto, se multiplica por mil veces mil, resultando ultrajante soñar sin medida… o lo que es lo mismo: soñar sin techo.

La tentación es el lenguaje que emplea el diablo para impedir la felicidad y la paz interiores. Sostengo que ella y él se ceban con pobres como este viejo. Y eso, ética y moralmente, es reprobable.

Nunca entendí el empeño de los mendigos en instalarse en las opulentas ciudades. La sencillez de su destino estaría mucho más en armonía con la simpleza de los lugares donde domina abrumadoramente la naturaleza frente al asfalto, la contaminación y el consumo. ¿Por qué eligen más daño del necesario para su indigencia? Un mendigo siempre estará más cerca de una golondrina o de un ratón de campo que de un bróker financiero, y más próximo a unos zuecos o unas alpargatas que a unos mocasines de Prada, y más unido a un cielo estrellado que a las farolas de diseño que alumbran el opulento centro urbano. ¡Cuanto mejor asomarse a un río que refleje una reverberante alameda, cuánto mejor respirar el aire puro de las sierras, cuánto mejor sacudirse el polvo del camino antes que la mugre acumulada bajo un apestoso paso subterráneo, y cuánto mejor la soledad y el silencio que el desprecio constante del prójimo!

Señor juez, la pobreza de un necesitado tiene su peor cara frente a un escaparate, y tiene aún menos justificación en el vórtice de la riqueza. Sus víctimas no tienen la más mínima opción atrapadas en un mundo que sólo se atiene a una razón: poder adquirir. Es demasiada condena para un inocente que no valga la pena soñar, condenarle a que sus sueños tampoco tengan techo.

Pido se me absuelva, declare inocente y se prohíba asomarse a escaparate alguno a los pobres soñadores que se humillan ante un imposible. No, no me retracto: ¿de qué demonios sirve a ese pobre hombre soñar con una casa?”

-Levántese el acusado. Este tribunal dictamina que soñar es un derecho inalienable aunque la razón sea inalcanzable, y con total independencia de la suerte y condición del soñador. En conclusión: soñar, ha lugar.

Por las facultades que me otorga el alto tribunal al que sirvo y me debo… le condeno al sueño de vivir en casa y sin techo el resto de su vida.

¿Cómo?… ¿Qué ha lugar soñar por soñar?… Me lo temía: no hay derecho.