imposible reciclar
Yo venía de tirar unas cuantas botellas de vino al contenedor del vidrio que hay una calle más abajo de la mía, justo por la que ha doblado mi hijo con su primer coche.
Él iba camino de Granada, en dirección a La Alpujarra (en busca de un amor recién estrenado). Nos habíamos despedido dos minutos antes dándonos un abrazo. Y después de unos días juntos, hijo y padre. En el momento que me superaba me ha mirado con ternura. Haciendo una mueca de adiós divertida, ha seguido su camino.
Treinta años atrás podría haberse repetido esta escena con otros protagonistas: yo y mi padre, el que de los tres ya no está. Eso he pensado poco antes de perderlo de vista. Y me ha parecido que mi hijo también lo ha visto así por que me ha llegado desde sus ojos una ráfaga de sus pensamientos, al menos, la de aquél que reparaba en ello. La cruda piedad de su mirada me ha sonado a un “así es la vida, viejo, ahora me toca a mí”.
Cuando unos van, otros están de vuelta. De vuelta de tirar unas cuantas botellas vacías al contenedor del vidrio. Idénticas botellas a las que sirvieron para celebrar haber sido padre del que ahora te supera y da esquinazo, a las que cayeron alegremente con el que se suponía habría de ser el amor de tu vida, a las que se descorcharon en una casa que acabó por convertirse en un infierno, a las mismas que tanto ayudaron a superar alguna crisis económica y algunas más de las emocionales, exactas a aquellas que infundieron el suficiente valor para mandar a freír puñetas a quienes te sobornaban cada fin de mes… idénticas a las que, desde hace un tiempo, vacío intentando remendar una vida hecha jirones.
Me ha parecido que mi hijo ha visto todo esto con la fugacidad que represente una pasada en coche camino de La Alpujarra, pero sin poder aún detenerse a comprender el esfuerzo que representa acarrear vidrio hasta un contenedor que promete reciclar todo lo que a él se arroja, sabiendo que eso no es cierto.
O es la andropausia, o es la memoria, o es que me han hecho mayor: asomarme a la realidad hace que me sienta frágil, que note romperse algo dentro de mí.
Va a ser que no: soy de los que se embeben contemplando la vida que pasa, de los que siempre acaban con los ojos vidriosos cerca de un contenedor, pero nunca dentro.
¡Vamos, hijo, qué no decaiga el ánimo, brindemos también por Ello!