mermelada de naranja (amarga)
Recuerdo que aquel día era domingo porque el periódico era un emparedado de salmón.
Lo ojeaba sentado en la terraza de una céntrica cafetería situada en una plaza sin otro tráfico que algún cochecito de bebé.
En un café humeante, mojaba unas tostadas bien frías untadas de mermelada de naranja. Sin embargo, no podía concentrarme en la lectura de ninguna noticia. Siempre me pasa lo mismo: lo que pasa en y por la calle, me interesa más que lo que pasa en y por el mundo.
Frente a mí, y en otra mesa, había una mujer de unos 30 años. No era ni guapa ni otras muchas cosas que pudieran llamar la atención; y , sin embargo, me la llamó. Tal vez porque, sutil… mente, le obligaba a uno a hacerse preguntas absurdas sobre ella y, a la vez, permitía especular gratuitamente con lo sucesivo.
Cada vez que me inclinaba para mojar la tostada, aprovechaba para analizarla un poco más a fondo. Y no sé qué tiene la mirada de sobrenatural, que sin emitir ruidos o hacer gestos llamativos expresa sin equívocos todo lo que se pasa por la cabeza. En la mía había un interés que se encontró con el suyo. ¿O fue con Narciso?
Acabé con las tostadas; pero no por ello desaparecieron las excusas para fijarme en ella; más bien fue porque ella no estaba necesitando ninguna para fijarse en mí. Habíamos dejado de tantearnos. Habíamos pasado a comunicarnos y el mensaje era tan claro que se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y se dirigió hacia mí. Mis ojos, como focos ciegos –ciegos de tensión- siguieron la trayectoria desde que ella era distancia hasta que él fue primer plano. No dijo nada, esperó. Y cuando yo fui a hablar, me calló bien:
–No digas nada, sobran las palabras.
Me tendió la mano. Pagué una barbaridad y me levanté bastante menos caliente que el café que dejaba a medias. Al cabo de unos pasos noté que su mano me tocaba el culo y que sus ojos, ¡vaya par de traidores!, tenían rabillo.
Tan cierto esto, como que a un tipo como yo nunca le gustará la mermelada de naranja, amarga.