los pellizcos del pan
No es lo mismo dar un pellizco que sentirlo.
El pellizco, en el caso del pan, suele dársele a las picudas barras y en el culo. Pero también puede ser que te lo dé él a ti y en el la tripa. Y es que, aunque siga siendo la cosa más “natural” y cotidiana del mundo, el hecho de comer pan hoy no es un hecho intrascendente. Y si no, qué se lo pregunten al aparato digestivo de cientos de miles de personas. O, sin ir tan lejos, que se lo pregunten al mío.
Hoy me he cruzado por la calle con un tipo que le había metido un buen pellizco a la barra de pan blanco que traía bajo el brazo. Tenía pinta de estar recién hecho y aún caliente. Cayó en la tentación. Normal. Lo que no está claro es cómo llegará a sentarle repetir esa debilidad suya si lo hace cada día.
Depronto me he visto de chico, repeinado, con pantalón corto y corriendo a comprar un par de “pistolas” -en Madrid a las barras de pan las llamaban “pistolas”, sería porque durante muchos años sirvieron para matar el hambre-; recuerdo lo imposible que era que llegaran intactas a casa. Había que ser un tipo mucho más “íntegro” que la harina de la que estaban hechas aquellas barras para no darles un “pellizco” por el camino. Un “pellizquito” que, dependiendo de la hora a la que te mandasen “a por pan”, podía convertirse en media docena de pellizcos. Recuerdo a mi madre poner el grito en el cielo: “‘’¡¡Será posible, niño, si te has comido media barra!!”. Era inevitable, recién hecho olía a gloria, estaba tan calentito, tan crujiente… ¡A ver quién era el guapo que se aguantaba! Aquella bronca de mi madre y aquel pan blanco nunca me sentaron mal. Nunca.
Pero entonces nadie sospechaba cuánto iban a cambiar las cosas. Empezando por el bendito pan. Entonces no había tanta sofisticación, ni tanta variedad. Sólo había un tipo de harina (blanca), sólo un tipo de masa, puede que distintos tiempos de fermentación, seguramente distintas cocciones, pero al final, siempre te llevabas al buche el mismo pan. Que aunque no era tan nutritivo ni saludable como los panes integrales y artesanos de hoy, parecía no hacer daño a nadie.
Quién iba a pensar que, con el tiempo sería él el que acabase dándote a ti pellizcos en las tripas. Hoy ponemos el foco de muchos de nuestros males en el pan. Y, sinceramente, parece ser que hay razones de sobra para entenderlo así.
Tal vez porque hoy no haya tanta diferencia entre la “fabricación” de una inmunda salchicha y la de un panecillo. La producción del pan abandonó las tahonas cuando se concentró la población en las ciudades y se impuso un absurdo estilo de “no-vida” contra el que ahora luchamos desesperadamente. Entonces el pan entró en la cadena de producción de una próspera industria panificadora. Quisieron hacernos creer que era necesario producir mucho pan en muy poco tiempo para poder abastecer a todos y colmar los deseos de pan y de tipos de pan que ya nos metía por los ojos el marketing. Para conseguirlo “no tuvieron más remedio” que emplear aditivos químicos con objeto de conseguir, como sólo podía ser, artificialmente la textura, el aroma y el sabor de los panes… “acostumbrados”. Para asegurar cosechas abundantes cultivamos -y aún lo hacemos- semillas transgénicas o híbridas (más difíciles de digerir). La levadura de masa madre fue sustituida por levaduras químicas (sulfatos y polifosfatos). Para lograr la esponjosidad precisa, asegurar tiempos de conservación , lograr el aroma conveniente y blanquear las harinas o potenciar su sabor, se añadieron multitud de aditivos poco recomendables. Toda esta subversión ha acabado determinando: celiaquías, sensibilidad al gluten, síndrome de colon irritable, resistencia a la insulina y aumento del riesgo a ser diabético, trastornos en el páncreas, etc., etc., etc.
Si te pones a leer, se te pone ese pellizco en el estómago que no tiene maldita gracia cuando sufres hinchazón permanente en el intestino, dolores de espalda, reflujo, alergias o lo que sea.
Pero la cosa no acaba aquí, a esto hay que añadir los plásticos empleados para envasarlo. En ocasiones -¡mira tú qué cómodo!- se venden plastificados y listos para hornearlos o calentarlos en el microondas en segundos… Ese conveniente envoltorio libera sustancias tóxicas que se comportan como disruptores endocrinos (el bisfenol A). Y aún hay más, en el tostado del pan precocinado se forma una sustancia llamada acrilamida, considera cancerígena.
¿A que apetece darle un pellizquito a este pan nuestro de cada día?
Afortunadamente, también en esto estamos empezando a dar marcha atrás. Pero es muy difícil parar la maquinaria que ha crecido y crece enriqueciéndose con la producción de panes y bollos. Lo más curioso y paradójico de todo, es que muchas veces son los propios organismos de sanidad los que obligan a los fabricantes a incluir en sus recetas esos aditivos. Yo siento ese pellizco cada vez que veo esos panes tan bonitos que se exhiben en los escaparates de muchas franquicias del país, o los que venden con sabor a gasolina en las EESS, o en los lineales de los hipermercados, donde hornean masas precocinadas, congeladas y empaquetadas a cientos o miles de kilómetros.
Pero quiero ver el presente con buenos ojos. Está surgiendo una cultura que defiende la integridad de lo que comemos; estamos entendiendo que comer bien es asegurar nuestra salud. Hace poco han nombrado a un sevillano (Domi Vélez) como el mejor panadero del mundo acreditándolo con el World Baker 2021. Me gusta que exista una distinción así. Me gusta que se expanda la cultura de lo sano y lo auténtico. Sin duda nos irá mejor. O sea, como parecía irnos antes.
Yo no sé hacer panes. Ahora, de pascuas a ramos, me conformo con darle un pellizquito a mis nietos o a mi ahijada y pensar que “son comestibles”.