hombro busca mano
Si te pones en el lugar del hombro, te das cuenta de que él y su homólogo, tienen cierta autonomía para hacer y decir cosas. Así lo creo, entre otras razones, porque sé lo que, alguna vez, han llegado a hacer o insinuar los míos.
Los hombros están ahí para mucho más que sujetarte la cabeza y servir de percha a esos dos desatados e hiperactivos compinches que son los brazos. Los hombros son unos pobres pluriempleados que trabajan a la chita callando y a los que asignamos un montón de tareas, duras y enojosas, sutiles y delicadas, y muy poco valoradas.
(Lo que no ocurre con el par de arrogantes que son los codos; ésos sólo saben abrirse paso -de mala manera- para llegar a donde haga falta. Tampoco pasa con las manos, ésas, entre otras cosas, saben frotarse la una con la otra siempre que sacan tajada y suelen recibir un trato de favor).
Pero vuelvo a mis queridos hombros.
Los hombros son muchísimo más discretos y entregados; y además de expresivos, son fácilmente impresionables: se encogen cuando nos asaltan las dudas, y se derrumban cuando alguna fatalidad nos vence; sobre todo, cuando presienten que el alma nos pesa demasiado. Los hombros se prestan rápidamente a llevar en volandas a los que, en un arranque de admiración y gallardía, consideramos nuestros ídolos, nuestros héroes, nuestros mitos. Son los primeros en arrimarse para empujar cuando hace falta que demostremos nuestro compromiso con la causa de otros. Sí, los hombros son solidarios, y cargan y soportan todo tipo de pesos, hasta en el sentido más figurado. Y, además, son tremendamente útiles para distinguir a un soberbio de un imbécil cuando pillas a alguien mirando por encima de los suyos. Los hombros son una almohada mullida para que repose la cabeza atormentada de la gente que te es familiar, o para que las más románticas te hagan partícipe de sus ensoñaciones, o para sentir que algunas entienden de amores con derecho a un roce sin sexo. Los hombros recogen con humildad el premio siempre alentador de esas palmadas que motivan a seguir adelante. También son de suma utilidad para que te agarren por ellos y zarandeen cuando te obcecas en no ver las cosas. Pero lo mejor de todo, es que permiten sentir una mano amiga, la mano de alguien que no sabe cómo «tenernos» y se conforma con echárnosla por encima para, sencillamente, “retenernos”.
Mi hombro siente debilidad por las manos que se agarran a él y lo aprietan con ganas. Me parece un gesto tan… entrañable, tan… auténtico… tan simple y, a la vez, tan lleno de significado. Y es que una mano, con esos cinco inquietos apéndices que tiene, puede ser muy, pero que muy comunicativa.
Recuerdo haber enseñado a mis hijos, muy de chicos, un código digital para entendernos secretamente cuando íbamos de la mano por la calle. Utilizaba mi dedo corazón para escribir mensajes sobre la palma de sus manos. Dos rasguños de dentro a fuera “TE QUIERO”; un rasguño y un toque “MIRA ESE/A QUE VIENE AHÍ”; un rasguño seguido de dos apretones de mano “DÓNDE TE APETECE IR”… Era una especie de “digitomorse” de poco recorrido, pero que nos hacía exclusivos y, SOBRE TODO, al resto, excluidos.
(No olvido cuando les preguntaba: “¿qué te he dicho?… Y con la cara entre avergonzada y sonriente, alguno de ellos me respondía: “que me quieres”).
¡Qué tiempos aquellos, cuando llevas a tus hijos de la mano!.. Ahora ya no estoy tan pendiente de mis manos, las tengo muy olvidadas. Ahora, es como si me hubiera hecho más… hombro que antes.
Podría decir que son pocas las personas que me han agarrado por el hombro, y que, sin embargo, recuerdo a todas ellas y todas las ocasiones en que ocurrió. No sé si curiosa o paradójicamente, no siempre lo hicieron las manos de mis relaciones más… estrechas. La mano de un amigo apoyada en tu hombro, es todo un tratado de complicidad. La mano de tu pareja aferrada al mismo, desvela una dimensión de compenetración infrecuente. Ésto último es la forma más bella y reveladora de entender que uno no anda solo en la vida, que alguien camina a tu lado. Y eso, qué quieres que te diga, me parece «lo más».
Ir por la calle y que te cojan del hombro, es lo mismo que “escupir” a la cara a todo el que se cruza en tu camino un… “Eh, tú, aparta, que aquí va un hombro feliz”.
Esto no tiene ni pies ni cabeza, es un tremendo disloque, hombro.
¿Será que me está afectando gravemente tanta incomunicación?… ¿Será que ahora soy yo el que busca desesperadamente una mano que hable?… ¿Será que todavía no me he convertido en un hombro hecho y derecho?
Todo podría ser.
Que suerte he tenido de poder sentir tu hombro bajo mi mano, y tu mano sobre mi hombro. Nunca una parte tan olvidada de nuestro cuerpo ha sido descrita con tanta delicadeza, no sabemos que fue antes hombre u hombro
Qué bonito comentario, querida mano. A ver si pronto damos un paseo y llegamos a alguna conclusión. Porque creo sinceramente que hay cosas para las que, más que el antes, interesa el después. Abrazo.
Fantástico Carlos. Me ha encantado al hilo de tu pequeño cuento , ir pensando yo también en todos esos pequeños gestos con los que nos comunicamos con los demás sin decir una sola palabra. El valor también de una mirada, esa complicidad de una sonrisa. Insisto, me ha encantado. Gracias
Es a mí a quien encanta saber que te ha gustado. Y estoy contigo, los gestos tienen un valor inconmensurable. Con la maravillosa ventaja de que son un idioma universal, un lenguaje que todos -y hasta diría todo- entendemos. Un saludo y gracias a ti, por leerme y encima escribirme.