oye, sé animal
Paseando he llegado a un acceso de Renfe que hay en el centro de Fuengirola.
Era tarde y no se veía nada congestionado. Apenas unos cuantos peatones con prisa; pero, en cambio, se oía un estruendoso bullicio que lo colapsaba todo, se trataba de una especie de bacanal “ornitológica” que rayaba en delirio colectivo.
En la copa de uno de los muchos árboles que jalonaban mi paseo y el de Fuengirola, muy concentrada, había una “copiosa” colonia de gorriones… juraría que hubieran podido contarse por millares. Piaban, gorgojeaban y revoloteaban frenéticamente. He pensado para mí “éstos están celebrando la feria de abril en pleno invierno”… No cabe duda de que se sentían infinitamente felices, tal vez jaleados por el hermoso crepúsculo de un día vivido a tope bajo un sol radiante.
El frenesí era total. El alboroto que había montado en las muchas ramas del árbol, para mí era algo inexplicable, parecía que no fuera a haber un mañana para esos pájaros. ¿Paroxismo, exaltación provocada por la libertad gozada, sublimación animal de nuestro carpe diem? Llámalo como quieras, yo lo resumiría así: la de Dios.
No sé, pero la verdad es que el fiestón montado por estos pipiajos me ha animado y me contagiado con su inmenso regocijo.
De vuelta a casa, el silencio en la calle, ya lejos de aquel árbol, ha sido bestial. No me he cruzado con apenas nadie. Sólo gente seria que se batía a zancadas en retirada.
Entonces he vuelto a ver -por oír- cuanto podemos llegar a aprender de los animales. Empezando por no dejar, y de verdad, para mañana lo que podemos hacer hoy: celebrar diariamente la suerte de estar vivos.
La cantidad de emoción y asombro que puede despertar en nosotros un animal, verdaderamente no depende de su tamaño. Igual te puede dejar con la boca abierta un gusano de procesionaria asumiendo la responsabilidad de un nuevo liderazgo en el ejército “oruguil» que acaba de ser aplastado por la rueda de un coche, que ver con asombro en los documentales de La 2, a una matriarca guiando a un montón de elefantes sedientos por el desierto hasta el agua que, solo ella con su profunda sabiduría e intuición, sabe bombear arañando con sus manazas un suelo sin vida.
A ver quién es el guapo que cuestiona cualquier conducta animal. Son tan sólidos sus comportamientos y han sido tan contrastados en el tiempo, que sólo cabe aprender de ellos, y convencernos de que, hagan lo que hagan, ellos nunca están equivocados.
Por eso, los gorriones tienen sus razones, que debieran ser las mismas para nosotros: hay que celebrar cada día, pero también cada tarde. Ayer en la calle sólo oía la alegría de los pájaros. La gente iba a encerrarse en sus casas, a prepararse, dejando pasar unas cuantas horas, para la llegada del nuevo día. (¿Cómo es posible que a un regalo lo llamemos presente, y no entendamos que el presente es el regalo?).
Desde luego que sí, los gorriones son mucho más listos; a nosotros se nos va la fuerza hablando del mañana y la felicidad. Felicidad que, como yo, somos incapaces de encontrar hasta que no nos plantamos bajo un árbol un día soleado del invierno y depronto ponemos atención en un hecho trascendente.
Cuantísima felicidad reunida en la copa de aquel árbol. Tanta, como la que recuerdo haber visto y sentido en esos pueblos indígenas que, al ponerse el sol, se sientan al pie del árbol que hay en el centro del poblado para ponerse a charlar, bailar y reír animadamente. Esas cosas que hasta hace poco también tenían lugar en las plazas de nuestros pueblos.
(Survival International. “Fighting for tribes, for nature, for all humanity” debiera emplearse a fondo en las sociedades avanzadas).
¡Ay, gorriónes, mira que siendo hora de cerrar los ojos, ninguno cerraba la boca!
Será que antes de irse a la cama habrá que despedirse del día que se va dándole al pico a base de bien.