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Bench

Jul 21, 2025

Los bancos de sentarse siempre tienen alguna historia que contar (y no como los otros, los que guardan el dinero, esos tienen muchas que callar). La gran mayoría de esas historias son y serán anónimas y, lo peor de todo, completamente ignoradas. Yo puedo contar la más extraña e inimaginable de todas, la de un banco obligado a llamarse “Bench”. Y que he decidido contar; no quiero morir siendo el único que la conoce.

El banco Bench

Bench siempre ha estado en el mismo sitio; perennemente dispuesto a atender a cualquiera que pase junto a la desembocadura del río Lima, ofreciéndole un lugar en el que detenerse para descansar el cuerpo, la mente, o ambos.

Este exasperante clima lluvioso del Alto Minho, la proximidad tanto del río Lima como del océano Atlántico, el montón de manchas de liquen adheridas a su áspera y pétrea piel y, sin duda, el mucho tiempo que lleva plantificado ahí, le dan a Bench cierto aspecto de viejo pellejo, de un viejo… sabelotodo. Son muchas las cosas que le han quitado el atractivo que presumiblemente hubo de tener de joven, pero, como buen banco que es, ha ganado interés con el tiempo. Y ello se debe a que después de tanto, tiene algo que no tuvo entonces: un montón de culos en su haber y la historia poco común de dos de ellos.

He visto mucha gente sentada en él, leyendo algún libro o hipnotizados por la calidez del Sol, abuelas hablando por los codos, deportistas descansando después de correr, niños alborotados mientras meriendan el bocadillo que pasa más tiempo en el suelo que en sus manos, jóvenes pelando la pava con los móviles, muchos extranjeros descalzándose con alivio camino de Santiago, y también algunos seres solitarios ensimismados en algún pensamiento incómodo… No es diferente a todos los de su especie, pero tiene algo que calla y a mí me parece que lo hace muy distinto a los demás. Bench presenció -y por tanto puede testificarlo- el extraño suceso que viví un 20 de noviembre de 2024 a las 13:00 p.m. hora portuguesa.

Aquel día laborable, no había nadie en la ribera del río, nadie salvo alguien tan insignificante como el puntito que en la lejanía divisó la otra persona que aquel día se aventuró a pasear por allí, esta última era un hombre, era yo. Recuerdo que avanzaba por el paseo, sin prisa y meditando, acarreando esa especie de indigesta soledad que persigue a algunos como sombra al atardecer y que, en mí, lleva demasiado tiempo trazando los rasgos de un caballero de triste figura.

Al ver que aquel puntito divisado tenía vida, un extraño anhelo despertó mi mente de lechera llenando el cántaro de mi imaginación y no pude evitar decir para mis adentros… “y si saludo al que allí se sienta y le cuento a boca jarro toda mi vida”. No sé si la vergüenza o la poca determinación que en el fondo tenía, me hicieron pasar junto al puntito transformado ya en persona -en una apacible mujer sonriente- sin decir nada, sin mostrar cordialidad alguna… cuando ya la había superado, súbitamente oí su voz resonar a mis espaldas con un “boa tarde”. Me giré y la miré con incredulidad. Su Portugués dejaba mucho que desear, era extranjera, y comprobé que su Inglés, sin duda, era de ultramar. Entonces hizo un gesto con su mano golpeando repetidamente con la palma el asiento de Bench, invitándome a sentar junto a ella y compartir ese momento. El hombre de la triste figura que iba conmigo, aparcó su tristeza y me dejó pensar “me ha debido leer el pensamiento”. Aquel pequeño gesto me pareció la propuesta más sencilla y maravillosa que me habían hecho en mucho tiempo. La mujer me sonreía con la bondad, la seguridad y la autoridad de un ángel enviado a salvar a un desesperado, me sentí George Bailey frente a otro río, menos gélido y revuelto que el de “Qué bello es vivir”. 

Tuve que hacer un esfuerzo por desempolvar mi inglés, pero hasta me pareció normal no parar de hablar. Aquella mujer había venido de El Lejano Oeste y viajaba sola por Europa desde hacía años. En aquel momento estaba preguntándose por qué siempre acababa allí, en la desembocadura del Río Lima, por qué año tras año volvía al mismo punto, sin una razón, sin ningún motivo que no fuera la esperanza de algo indeterminado, de alguien inconcreto.

Yo quise explicarle lo inexplicable de mi situación. Le habla con calma, mirándola con la pasión del que conoce las claves de un gran misterio.

Depronto sentí que alguien más estaba presente, sentado en Bench y a mi lado. Un hombre mayor, que fumaba en pipa y que mientras yo hablaba miraba más allá de la orilla inmediata, miraba la opuesta y por tanto contemplaba un horizonte inverso, miraba al pasado, no al futuro. Oí lejanos gritos y risas de niños, voces de adultos seguidas de llantos, abrazos perdidos buscando a sus dueños, errores buscando la redención  y un montón de preguntas sin respuesta que creaban la alfombra de una débil neblina sobre la que yacía un cuerpo de mujer desnudo sintiendo contracciones. El hombre dio una honda bocanada a su pipa y expulsó el humo por sus ojos encapsulándolo en lagrimas que al caer se convirtieron en dos pequeñas y brillantes piedras de río. Se giró hacia mí y dijo dos palabras: “ADELANTE HIJO”. Nada más decirlo se convirtió en un ave preciosa, un pequeño playero blanco, que dio un brinco, correteó alrededor de nuestros pies antes de alejarse volando dando quiebros en el cielo. Miré al suelo y cogí las dos piedras derramadas por el extraño llanto de aquel hombre. La mujer sentada junto a mí me sonrió con una dulzura extrema. Veía natural aquello que acababa de pasar. Entonces, me miró y dijo: “hace mucho tiempo que esperaba esto”. 

Dejé de hablar arrojándome al azul de sus ojos. Cualquier palabra hubiese sido innecesaria. Nos levantamos y comenzamos a caminar. Al cabo de unos metros extendió su mano libre. Estaba cerrada y encerraba algo. Supe que debía extender mi mano abierta para que ella depositara el misterioso contenido de la suya en ella. Y lo hizo, dejó caer otras dos pequeñas piedras sobre la palma de mi mano, dos piedras brillantes con forma de corazón. Seguramente tan pequeñas como el corazón de aquel ave que acababa de perderse en el cielo.

Me miró a la cara y dijo: “estoy preparada, y estoy aquí para quedarme”. Mientras nos alejábamos me giré y miré hacia atrás… puede ver, sentado en Bench, a un hombre de innegable parecido a mí, me dio pena pero allí quedó con su triste figura, mirando hacia nosotros, viéndonos caminar hacia la desembocadura del río, al encuentro del mar, donde… -y Bench lo sabe- acabamos muriendo todos los ríos.