coquet hería.
Qué capacidad tienen algunas personas de maravillar sin saberlo. Sin pretenderlo trascienden y dejan de ser corrientes para convertirse en héroes o heroínas anónimos. Y no precisamente por realizar algún tipo de proeza, sino por agitar silenciosas revoluciones que tienen mucho de callejeras, que derriban barricadas.
Hoy me he topado con una de sus cabecillas.
El suyo ha sido un pequeño gesto de coquetería, pero me ha sacudido y sumido en una sangrante reflexión.
Una mujer mayor -cuajada de arrugas-, estaba sentada en el banco de una plaza junto a varias bolsas de plástico infinitamente reutilizadas. Tenía la apariencia de una gitana rumana. Iba vestida con una de esas faldas multicolores, con un jersey gordo de lana, calzaba chanclas de plástico y calcetines, y llevaba un pañuelo cubriendo un pelo que, de sucio y grasiento, era más crin que pelo; y así lo vi, porque asomaba por el borde del pañuelo y se ponía de relieve en su frente.
El caso es que cuando estaba casi a su altura he visto que levantaba una de sus ajadas y roñosas manos hasta la altura de sus ojos. Ese gesto ha llamado mi atención. Y he intentado -¡impertinente curioso!- entender qué hacía. Entonces he visto que en el centro de su mano había un pequeño espejo redondo, de esos que normalmente traen los estuches de maquillaje. La mujer se miraba presumidamente en él, cuando con su otra mano, ha recolocado uno de los cerámicos rizos de su cabellera. Y lo ha hecho con la misma delicadeza y sensualidad que hubiera empleado, supongo, la mismísima Ava Gardner. Y acto seguido se ha estirado la piel de sus mejillas con gesto de preocupación, como descubriendo los efectos del paso del tiempo.
Mi primera reacción ha sido sonreír, henchido de arrogancia y prepotencia clasista, como significando “¡qué ridículo gesto de coquetería tratándose de una pordiosera!”… O algo así.
Al cabo de un rato he entendido mi mezquindad.
El gesto de esa mujer, a la que he bautizado como Coquet, ha hecho mella, dejádome en evidencia ante mí mismo. Una vieja, sin pena ni gloria, ha mostrado alguna de mis líneas de expresión, no escritas, más feas.
A partir de ahora, cuando me mire al espejo, sabré que no existe en el mundo crema reafirmante capaz de minimizar el efecto negativo que mis radicales libres han dibujado en el cutis de mi conciencia.
Por eso, gracias Coquet, gracias por haberme herido profundamente.