Génesis de un striptis
Al final del Jardín Público más emblemático y céntrico que hay en Viana do Castelo -aunque lo llamen Marginal-, hay una fuente sin vida desde la que ves en fuga el puente que G. Eiffel proyectó para atravesar el Río Lima, y conectar así Viana con Oporto y el resto del país. Hasta llegar a ella, uno camina en plan contemplativo un buen trecho y, además, lo hace con una pompilla y compostura completamente impropias, diríase que prestadas. Y es que uno va como pasando revista al escuadrón de fornidos y frondosos árboles que allí hay y que, hace bastante tiempo ya, alguien plantó a ambos flancos del recorrido con un más que acertado criterio. Creo que son tilos, pero, la verdad, a ciencia cierta, no puedo afirmarlo.
En verano, sus copas están tan cargadas de follaje que forman un túnel profundo y oscuro, de un frescor inimaginable, creando un microclima perfecto para sentarse en sus bancos -bermejos- y dejar que pase, con la gente, el tiempo en general y concretamente ése en el que el Sol pega fuerte. A finales de septiembre el viento empieza a silbar y uno cree oír el tema principal de “nueve semanas y media”, porque comienza un estriptis bestial. Puedes oír a J. Cocker versionando su tema y cantando “you can’t leave your leaves on”… Al ritmo acompasado de esa banda sonora, las hojas empiezan a caer una tras otra hasta mostrar la obscena desnudez de millones de ramas. Las hojas caídas revolotean por todas partes, alfombrando calles y aceras, jugando unas con otras al escondite y al pilla pilla. Todo se tiñe de bellísimos tonos, dando un aire de evidente caducidad al paseo y a la ciudad de inevitable disposición al letargo. La pérdida frescura de las hojas, verdes durante el verano, en el suelo se transforma en la calidez que genera una gama infinita de tonos anaranjados.
Al llegar hoy a esa fuente, redonda, inerte, y que marca el fin del paseo, he oído una vocecita clamar al cielo. Sin duda, provenía de la fuente, “qué absurdo” he pensado. Y, un tanto vacilón he murmurado: “tal vez sea un príncipe verde pretendiendo que bese sus pegajosos labios de batracio encantado… o tal vez la voz de una náyade advirtiéndome de la locura que sería bañarme en estas aguas, pues me arrebatarían ipsofacto el poco juicio que me queda… o tal vez sea la desconocida Coventina, la diosa que debe seguir custodiando la pureza de las aguas que hoy beben los herederos de los celtas, temiendo que yo vaya a contaminarlas con algún pensamiento sucio”.
No he podido evitar mirar hacia el agua estancada. No he visto el fondo, pero sí la bóveda celeste reflejándose en su superficie, y los troncos de los árboles adyacentes y, sobre todo, un montón de hojarasca que flotaba, navegando al albur del viento; hojas reales repoblando -curiosamente- el reflejo de las ramas ya rapadas por el otoño. Era una verdadera ilusión óptica.
Depronto he entendido que esa fuente es el ojo de la Tierra -que siempre está tumbada-, que se ha abierto para mirar al cielo y contemplar, al menos, una parte de éste -seguramente esa a la que clamaba-, la misma que yo podía ver reflejada en su pupila. Bajo la córnea de un agua nada cristalina, he presentido algo, una figura desconcertante. Allí había dos espejismos: uno arriba y el otro abajo. Uno inaccesible por claro, el otro impenetrable por oscuro. Me he asomado a los pétreos párpados de la fuente para buscar el origen de ese quejido. Según avanzaba el cielo, las ramas y la hojarasca se iban descomponiendo como si fuesen los cristales agitados de un caleidoscopio. Al apoyarme en pretil he mirado hacia abajo, y me he encontrado con una figura bajo las hojas caídas, y el rostro de un ser sonriente. Yacía en el fondo, inerte, estancado. No me ha espantado su palidez cérea, su apagado pallor mortis. Todo lo contrario, de alguna manera me ha atraído, y he sentido la necesidad de tocarla. He dirigido mi mano hacia ella. Entonces, su mano ha comenzado a emerger dirigiéndose al encuentro de la mía. Los índices de nuestras manos derechas buscaban encontrarse en un punto de esa línea divisoria que era la superficie… Al tocarnos se ha estremecido el agua, como detonada por una pequeña carga de profundidad, como agitada por el celo estridente de un gran caimán. Entonces, todos los reflejos proyectados sobre ella se han disipado. El cielo se ha vuelto un resplandor cegador, las ramas de los árboles rúbricas diluídas en zumo de espinacas, el lecho de la fuente una pradera de serpientes danzando, hipnotizadas por la ingravidez de unos cabellos rubios, los de una mujer que ahora veía completamente desnuda. Al tocar ambos la superficie ella ha abierto sus ojos y los ha clavado en los míos. Ha dejado de sonreír y en su rostro se ha dibujado una grave expresión de angustia.
Entonces he sentido un dolor muy agudo en pecho. Y me he retirado precipitadamente hacia atrás. El cielo ha vuelo a hacerse presente en el agua, y los troncos, y las hojas. Súbitamente ha caído algo del cielo hundiéndose en el agua y creando ondas en la superficie, unas ondas que se han derramado por el lagrimal de aquel ojo de piedra. La Tierra está llorando -he pensado-.
Al poco ha emergido una hermosa manzana roja, sana, redonda como el vientre de una preñada. No he podido evitar volver al borde de la fuente y cogerla. Inconscientemente la he tomado y he sentido la tentación de morder su carnosa y jugosa carne. He visto a la mujer volver a sonreír… se ha incorporado y ha salido empapada del agua, estaba desnuda.
He sentido un frío expansivo, extraño.
Afortunadamente allí había hojas, muchas hojas caídas del cielo. La he cubierto con ellas para aplacar la vergüenza de su desnudez. Entonces he sido yo el que ha mirado al cielo y he agradecido estar en este otoño de mi vida, y de que aún haya fuentes abriendo los ojos, un cielo al que clamar, edenes que reflejar, frutos que ofrecer, sonrisas que despertar, y siempre un fondo en el fondo de cada mirada. Y, por supuesto, que yo aún pueda sentir la tentación de una maldita figuración.
“You can’t leave your leaves on” … ¡Dios, ahora soy yo el que está desnudo!