historia de una «jodía» aceituna
No hay como sentarse en una terraza, pedir una caña y tener la suerte de que te pongan unas “jodías” aceitunas rellenas de pepinillo, o sea, unas agridulces kimbo, que así se llaman.
Lo que a continuación ha sucedido no se ha debido a mi teórica condición de ocioso jubilado, ni a la deriva mental a la que suele llevarme el alcohol con el estómago en vacío, ni a los rescoldos creativos de una época en la que me pagaban -increíble- por poner a fuego lento el cerebro y, dentro de lo que cabía, fantasear.
No, lo que me ha sobrevenido al tomar con mis dedos una aceituna forzada por un pepinillo, ha sido un depronto en toda regla. Contemplando ese pasmoso delirio de imaginación, he alcanzado algún tipo de paroxismo mental, sin duda, a consecuencia del terrible calor que aquí hace cuando llega el “jodio”verano.
No sé qué diría al respecto Herodoto, pero, en la línea del tiempo, yo situaría esta locura unos 4.000 años antes de la espumosa rubia que me ha servido otra rubia, igual de fría pero menos espumosa. Y lo haría en Mesopotamia, en la cuneiforme cuna de tantas grandes cosas, en aquella que fue llamada “tierra entre ríos”. Y a raíz de que un tal Nabú contemplara los reflejos de un anaranjado atardecer en la superficie del caudaloso Éufrates, el mismo que, precisamente, proporcionó abundantes regadíos a la ubérrima cosecha de pepinillos que presagió el mejor de los años para la familia; y después de que la vista de Nabú se cruzara con la de Ninlil, la hija de un acaudalado terrateniente dedicado, entre otras cosas, a la oliva que una legión de siervos cada año recogía de los retorcidos pero alineados olivos que lindaban con sus fértiles tierras. Nadie sabría decir qué hacía la joven en el campo aquella hermosa tarde, ni siquiera hubiera sido capaz de afirmarlo el propio Herodoto en ninguno de sus nueve libros de La Historia, pero yo digo que el amor surgió sin cruzarse ambos palabra alguna, y tan rápido como de inmediato.
Un año después, ninguna de las dos reputadas familias de Ur se opuso a unos desposorios que acabarían dando el más tierno de los frutos cosechado por ambas estirpes: la pequeña Nammu (nombre elegido en honor a la diosa sumeria madre de la tierra que labraban y del cielo que siempre allí resplandecía).
La despierta y curiosa Nammu creció en aquel mundo de abundancia y fertilidad, demostrando su interés por todo lo que la rodeaba. Con los años se convirtió en una experta en el aliño de los pepinillos, añadiendo a la tradicional receta de apio, rábano, ajo y vinagre para la salmuera de estas diminutas cucurbitáceas, extraños condimentos que mercaderes intrépidos traían de las más remotas regiones de un este muy desconocido. Especias como el jengibre, el carom, la pimienta de Sichuán, el amchoor, y algunos tipos de curry tan singulares como el curry verde, el korma o el vindaloo.
Todas aportaron su granito de sabor para alcanzar, según las elegidas, un toque picante, dulce, amargo o cítrico que hiciera salivar al pueblo de Ur. Su destreza en la obtención de salmueras fue tal que llegó a oídos de uno de los últimos descendientes del gran Sargón. Un soberano enemigo acérrimo de la instituida poliandria y famoso por su insaciable apetito sexual, sólo atenuado por las jóvenes más hermosas que arrebataba a sus enemigos, llamadas por entonces – y no me pregunten el porqué- “esposas de la cerveza”.
El oligarca mandó un correo con la orden de que Nabú preparase los pepinillos más extraordinarios jamás creados para celebrar la decisión tomada por el lujurioso rey de contraer matrimonio, entre todas, con la favorita para reinar y dar al pueblo un heredero.
Cuenta esta leyenda, que Nammu apesadumbrada más por la preocupaqción de su padre que por el propio reto, tuvo un sueño revelador aquella misma noche: oyó a una aceituna hablar a un pepinillo y enojada preguntarle “¿Acaso debo reservar mi vientre para el viento?”. En un arranque, el verde pepinillo penetró a la aceituna destripándola mientras con un suave gemido le susurraba ”¿Ya estás satisfecha?”.
A la mañana siguiente, Nammu convirtió su sueño en realidad despojando a la más carnosa de las aceitunas de su leñoso útero mediante un improvisado deshuesador. Introduciendo con sus delicados dedos un pepinillo en el desalojado interior, preñándola de un sabor que, hábilmente condimentado después, resultó ser al paladar y a ojos del lascivo monarca, un éxito y…
… esa “jodía” aceituna que 4000 años después me he zampado, no sin contemplaciones… O sea, ¡una aceituna copulando con un pepinillo!… Qué historia, niña.
– Anda, ponme otra cañita, rubia.
(Eres como TODOS, qué forma tan machista de ver las cosas).
(¡¡Pero mujer, que no he sido yo, que fue Nammu!!).
Ha estado bien. Lo tuyo es más elevado, o más de salones (las formas). Lo maravilloso es que sigo aprendiendo a los 78. Está muy bien. Así que gracias. Continúo en el seguimiento de los “de pronto”. Abrazo y Salud