mira lo que te digo
Cuando te miran fijamente, ¿qué tendrán los ojos que expresan y desvelan con tanta claridad la vida interior?
Pueden ser como dos cañones de aquellos por los que antes se veían salir proyectadas las imágenes atrapadas en el celuloide. Sentimientos, pensamientos, ilusiones, estados de ánimo… Todo transportado en sutiles impulsos que reverberan y ven la luz alumbrando eso que pasa por dentro. Porque el alma, no cabe duda, debe ser analógica y tiene que hablar, como poco, en Súper 8.
Lo he pensado muchas veces mirando, precisamente, a los ojos de Timón. Un perro. (Eso dicen)
De joven fue patiquebrado y abandonado, pero eso forma parte ya de su pasado porque hoy es viejo y, ayer, tuvo la inmensa fortuna de encontrar el amor necesario.
Timón es como de color blanco, lo que le da un toque marinero. Como es gallego y de la costa, no le sienta nada mal; un blanco yo diría que roto, tirando a destrozado. La verdad que no está muy claro su color: cuando sale de paseo siempre aparece mugriento de enredar y “bichear” entre la maleza, el barro y los charcos. Eso marca.
Cuando lo veo caminar, me hace mucha gracia. Sus patas traseras, rematadas por los mismos enredosos pelos de la barba, me recuerdan a las patas de un caribú. Cuando pone pies en polvorosa, me parto de risa y pienso en la suerte que tengo de poder contemplar al que yo llamo último ejemplar de “caribú enano de las rías baixas”.
Camina saltarín, como rebotando contra el suelo; lo hace con determinación y hacia jamás nadie sabe dónde. Como buen rastreador, siempre va cincuenta metros por delante. Cuando lo llamas por su nombre “Timón”, nunca viene, sólo cuando le añades el apellido “toma”; entonces lo hace, aunque con parsimonia, como queriendo que no se le note que cede. ¡Es un caradura!
A mí me cae bien, pero siempre será un misterio saber si es algo recíproco.
Cuando oye pasar una ambulancia aúlla como un condenado. Rara vez ladra, pero sin embargo sabe hablar por los codos, eso sí, con sus ojos. Lo sé porque de vez en cuando permite que me asome a él a través de esas dos pequeñas oquedales negras que tanto dicen. Tiene una mirada… ¿cómo podría decirlo?… ¿profundamente humana?… Sí, profundamente humana.
Sus ojos pueden comunicar de todo: socorro y clemencia cuando lleva demasiado tiempo sin darse un garbeo por el monte; contrariedad o fastidio cuando está entretenido con sus cosas e insisto en que se acerque a mí para rascarle las orejas y estrechar lazos; embelesamiento y pelusa cuando me ve disfrutando con mi comida; desarraigo y nostalgia cuando desde el jardín contempla la vida en el interior del hogar; orgullo y despecho, cuando al llegar se acerca a saludarte y, por descuido, no le haces maldito caso… ¡qué arte para hacerse el ofendido y castigarte con la mirada del ultraje!…
Yo no soy capaz de hacer lo mismo, no tengo esa increíble capacidad de… no sé si elocuencia o locuacidad visual.
Cuando se cruzan nuestros ojos, es como si Timón dijera «mira lo que te digo» y se pusiera a rajar. Si no fuera porque de sobra sé que me mirarían mal, más de una tarde me lo llevaría a tomar unas cañas y charlar de nuestras cosas un rato.
Y si alguien se riera al verme hablando con él, sabría qué decir:
-¿De qué te ríes, so perro?… ¿Es que tú nunca te has tomado unas birras con tu mejor amigo?