niño, no aprendas
Cada día, a la misma hora, en la misma ciudad y en el mismo parque, juega el mismo niño. Y tiene el extraordinario mérito, en su soledad, de hacer que cada una de sus jornadas sea irrepetible. No como yo. Aunque él, sin él saberlo, hace que cada día mi rutina resulte menos rutinaria.
Lo observo desde la ventana de mi despacho y siento en mis ojos avivarse el rescoldo de lo que fue la imaginación que mi niñez también incorporó de serie y que hoy me afano en rescatar a veces desesperadamente (tengo un trabajo que lo que paga es la “creatividad”).
(Fotografía de Rashid Sadykov )
¡Nadie lo acompaña en sus “viajes” a lo desconocido; pero ese niño nunca vuela solo.
Habla en alto desde otro mundo; pero nadie lo escucha en éste.
Está en otra galaxia; pero también condenado a no moverse de un simple recuadro delimitado por una valla de madera y el miedo -en forma de severa advertencia- a que traspase los limites de lo permitido.
Con los mismos juguetes nunca el juego es igual; en el mismo espacio de siempre hace que quepan mil variantes de mundo. La cruda realidad que seguramente sus padres no lograrán modelar ni un ápice a lo largo sus vidas, en sus manos sufre una transformación permanente, a cada instante: “el perro” que ayer acarició, hoy es un monstruo pavoroso del que hay que huir; mañana será un peludo confidente sobre el que volará emulando al joven Atreyu hasta el cráter de un volcán que expulsará ríos de regaliz incandescente; y que, pasado mañana, por arte de magia convertirá en el verdadero protagonista del dibujo donde “debería” haber retratado a su progernitor -“¡Alvaro, nunca escuchas!”, dirá contrariada su maestra- para enternecerlo el Día del Padre.
¿Por qué se nos muere esa maravillosa facultad de hacer todo más apasionante e impredecible, de amar lo inesperado y disfrutarlo sin límites? … ¿Por qué no empezamos cada día a la misma hora, en la misma ciudad y en la misma oficina sin el trágico hábito de enfrentarnos a otra jornada sin mayores estímulos que elegir qué ropa ponernos, qué hacer de comer, o preguntarnos qué ponen esta noche en la tele?…
Debiéramos aprender de él, y no a la inversa.
Nos empeñamos en prepararlos para funcionar en nuestro mundo, predecible y aburrido. ¿A qué edad, se apodera de nosotros el miedo a lo incierto, a lo impredecible, a los caprichos de la fantasía?
Algún día debiéramos pedirles a ellos que nos cuenten cómo hacen para ser felices y que cada día sea algo irrepetible a pesar de nosotros, los mayores. Los mayores idiotas.
Habiendo vivido menos de la mitad, ese niño del parque me hace ver que, él, cada día, vive el doble.
¡Por mucho que insistan, no aprendas de los mayores, hijo!