peluche
Nada, o casi nada, inspira tanta ternura al niño que llevamos dentro como un oso de trapo, orondo, peludo y con cara de buena persona. Hoy me ha roto el corazón uno. Estaba sentado en un banco, sin más dueño que la quietud de quien allí lo abandonó y con esa mirada extraviada que proyecta todo el que tuvo un pasado de júbilo, aunque fuera ilusorio.
Si un peluche abandonado puede llegar a inspirar un soplo de vida, nunca será por el mayor o menor grado de antropomorfismo que hayan conseguido sus fabricantes, sino, curiosamente, por el teriomorfismo que transforma a las personas que, como animales perdidos, vagan por las calles, pordioseando calderilla, encadenados a su mala sombra en bancos, esquinas y soportales. ¿Será precisamente porque también a ellos alguien los convirtió en viejos osos de peluche abandonados?…
¡Pobres criaturas, todas sin tan siquiera la conjetura de una ilusión por delante!… Atrapados en sus trapos, acartonados entre sus cartones, repletos de ausencias…
Hoy he estado a punto de sentarme junto a un indigente de peluche. He sentido que necesitaba hablar, contarme sus penas, y que alguien fuera capaz de explicarle por qué esa vida que lo recogió con tantísimos signos de felicidad, ha acabado abandonándolo en el banco de una callejuela sin salida.
Me hubiera resultado tan fácil hacerlo con él… ¿por qué?
Alguien que conozco bien, no hace mucho, desafió mi conciencia proponiéndome subir a casa a un pordiosero que pide, andrajoso y con la cabeza -se ve que pesarosa- escondida entre sus brazos, en la calle por la que pasamos a diario. Me retó a ver si era capaz de ofrecerle mi ducha, una cena y hasta cobijo.
La sola idea de hacerlo me escandalizó. Mi bondad, entre impostora y fingida, no tiene el coraje de acercarse a un ser humano que podría ser mi hermano o yo mismo, para preguntarle y ofrecerle ayuda.
Pero, en cambio, he pensado en ser caritativo con un oso de peluche.
Qué ironía: un muñeco de trapo, sucio y sin entendederas, puede sacudirme y moverme antes que un semejante consciente de su deplorable estado y pendiente, si acaso, de una fortuita medida de gracia.
Qué imprevisible el lenguaje de las cosas. Qué duro y estremecedor puede llegar su callado mensaje.
Hoy he entendido lo cerca que podría estar la vida de sentarme en un banco pare sentir lo cambiante que puede ser la suerte, lo cerca que podría estar de convertirme en un trasto abandonado.
Seguramente entonces llegaría a entender que ante la fatalidad ajena permanecemos inertes porque hay otro tipo de osos, no abandonados, sino perezosos e inhumanos.