sueños encallados
(Dedicado a Aylan Kurdi)
Algunos migrantes no llegan a las playas en patera, sino por su propio pie. Huyen de otras miserias que también tienen lugar tierra adentro. Son personas aparentemente corrientes, seres humanos que al llegar a una orilla encallan y les acaba venciendo un sueño.
Ayer encontré dos cuerpos tirados y medio hundidos en la arena de una playa solitaria. Me sorprendió que estaban a muy pocos metros de la orilla, tanto que me pareció habían sido arrojados a ella por alguna tempestad. Pero ellos y yo estábamos muy lejos de aquellas otras orillas a las que arriba un número incalculable de soñadores que vienen de ese otro mundo que hay dentro del mundo y que dicen es el tercero -en ese caso, yo juro haber visto el cuarto-; muchos de ellos no llegan a pisar tierra firme porque terminan una penosa travesía descansando en paz, lejos de la suya, bajo ella.
La primera impresión que tuve fue que aquella pareja yacía inerte, ¡estaban tan… callados, tan encallados! A continuación pensé que habían realizado un viaje inverso a toda lógica, ambos encarnaban una especie de hipérbaton del discurso al que nos tiene acostumbrados la realidad con ayuda de los telediarios. Parecía que ambos hubieran cruzado a pie el Viejo Mundo en busca de un Nuevo Mar, y, sobre todo, de nuevos horizontes.
Pensé que habían llegado hasta allí para caer rendidos en un sueño profundo. Tal vez un sueño en el que ambos decidían inmolarse para rendir precisamente homenaje a todos los soñadores de sueños varados. Tal vez un sueño en el que ambos caminaban mar adentro hasta sumergirse en aguas bien profundas, ésas en las que las diferencias más apreciables se vuelven borrosas, esas en las que las ofensas más graves nunca llegan a oírse, ésas en las que si la soledad existe, es por sí sola, sin cómplices. Tal vez, tal vez… Tal vez un sueño en el que ambos iban a la deriva empujados por la infinita y constante fuerza de voluntad de las mareas, renunciando al esfuerzo que implicaría cualquier resistencia, cualquier iniciativa.
Eran dos ahogados en su propio sudor, quemados por un Sol que allí no lucía, vestidos por una desnudez que se revolcaba obscenamente en la arena significando el abandono y la indiferencia que manifiestan los que ya nada tienen que perder, los que vislumbran sólo un final.
Es curiosa la capacidad de redimir y rescatar que tiene el mar. Es curioso lo tentador que es y el magnetismo que tienen sus orillas cuando uno está dañado. ¿Será porque al tumbarnos en la playa nos adormecemos y abandonamos convertidos en seres anónimos, en simples miembros de una densa colonia de pesados y grasientos pinnípedos?… ¿Por qué nos extasía y evade ver y oír romperse las olas ante nosotros? ¿Por qué se despierta nuestro lado más cálido y amable al ver desde ellas ponerse el sol? ¿Por qué se nos dilatan los sentidos al hinchar los pulmones añadiendo una pizca de sal al oxígeno que respiramos?… El mar siempre tiene algo que se nos escapa: es gaviota desconfiada, reflejo plateado de boquerón, escenario sobre el que bajar el telón de millones de Soles enardecidos, espuma de una noche que nos tapa y destapa sin descanso, almohada de arena blanca sobre la que resuenan nanas de nácar y caricias de una brisa sin prisa, y sólo para permitirnos viajar a otro mundo: el de los sueños.
Las orillas del mar son el límite que separa eso, la realidad de las ilusiones. Tarde o temprano allí acabamos todos, tumbados, silentes, encallados. No es lo mismo enterrar un sueño que a un soñador.
Aunque los sueños de algunos acaben varados en la orilla de alguna playa, continuamente habrá otros que retornen a ella después de haber viajado tierra adentro y entender que siempre hay motivos para huir de alguna pesadilla y, sobre todo, que siempre hay alguna razón para volver a soñar profundamente frente al mar.
En este instante pienso en ti, querido Aylan Kurdi. Dios, Alá, Buda o quien sea, te bendiga.