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toca sentir

Ago 19, 2025

Mis manos aprendieron a tocar todo lo que me rodea, y mi cerebro a fiarse de los mensajes remitidos de esos inquietos sobones que son sus dedos. Pero puede que el sentido que tienen en algún momento también acabe siendo “algo del pasado”. Un mundo obsesionado por alcanzar la realidad a través de lo digital, podría estar condenándonos a renunciar a la habilidad de tocar y percibir a través de nuestra sensibilidad dactilar. La realidad -¡qué cruel limitación!- ha empezado a encontrase atrapada en una inseparable “cajita” rectangular llena de sorprendentes recursos, un ventanuco que al abrirse nos permite asomarnos a un mundo diría que “terraplanista” y a hacerlo navegando por los procelosos mares de lo intangible. Sólo es necesario un pequeño… “desliz” con el dedo de la mano más diestra para tener ese mundo virtualmente a nuestros pies -que, por cierto, ya tienen poquísimo que ver con las manos-. 

Qué duro sólo pensar que podrían llegar a desaparecer las vivencias que nos ofrece una de nuestras capacidades sensoriales más atractivas: el tacto. Éste podría acabar reduciéndose a la sutil percepción que nos brinda cada sesión de patinaje que iniciamos con los dedos por el screen de nuestro celular… En el futuro, el tacto sólo significaría una experiencia tristemente plana y bidimensionalidad.

toca sentir

¡Cuántos milenios evolutivos han sido precisos para alcanzar las destrezas que nos brindan las manos y las yemas de sus dedos, para sentir los mensajes más sutiles del contacto con la realidad, para pasar de la rudeza de tener que trepar a los árboles buscando sus frutos, a la asombrosa conquista de habilidades como, por ejemplo, hilvanar a la primera el hilo en una aguja, o la maestría de calibrar el mecanismo de un pequeño reloj de pulsera, o la extremada pericia de un especialista al desactivar una maldita mina antipersona, o la asombrosa facultad de leer un libro de corrido siendo un condenado invidente!  

Toca sentir

Observo mis dedos y veo las huellas -dactilares, que no digitales- de sus yemas, únicas reconociendo todo lo que tocan y definiendo los rasgos de su naturaleza, sea cual sea, y al instante. Me recuerdan a esas líneas concéntricas que forman los surcos de los discos de vinilo, esas huellas que producen música analógica con absoluta fidelidad permitiéndonos oír hasta el infinito las mismas canciones. Si colocara la aguja de un tocadiscos en los surcos de las yemas de mis dedos… ¿se podrían oír esas sensaciones del tacto que me han marcado a lo largo de la vida?… Todas ellas fueron experiencias que a su vez han dejado otras huellas mucho menos visibles, 

algunos recuerdos:

los sonidos más bellos y vibrantes en las cuerdas de mis guitarras, la delicadeza fofa de un mechón de lana utilizado en los telares de Valdezcaray,  el placer de la textura carnosa del fresón birlado en un puesto de frutas de la Boquería, la noción de infinitud en las níveas arenas de las playas de Zanzíbar, la aromática redondez de los granos secos de café en las plantaciones de Armenia, la calidez de las llamas de un fuego crepitante en un refugio de montaña, la aspereza del liquen que viste la corteza de los árboles en la Sierra de Guadarrama, la estimulante sensación de humedad en el sexo de una mujer profundamente entregada, intensamente deseada…

Ha habido quien ha optado por renunciar al tacto borrando sus huellas para desaparecer del mundo sin dejar rastro.  Recurrieron a una auténtica castración sensorial para evitar ser atrapados. Fueron capaces de suprimir su identidad dactilar mediante transplantes de piel, empleando abrasivos químicos o, en el menos atroz de los casos, recurriendo a la cirugía láser. Todos estos tipos se dedicaban al crimen o al narcotráfico, como John Dillinger, o el propio “Chaparro” del cártel de Sinaloa. 

¿En algún momento habrán llegado a lamentar el sinsentido que es, por ejemplo, coger un polluelo y no percibir la delicadeza de su plumón, o de poder comprobar que la tela más gozosa de tocar es el terciopelo, o de acariciar a un recién nacido y no sentir lo que es ternura absoluta?… Sólo sé que yo no puedo alcanzar a imaginarlo. 

¡Vaya despiste el mío! Se me acaba de venir a la cabeza que me he quedado sin Lexatín. Tengo que buscar una farmacia de guardia. Meto la mano en la mochica y rebusco a ciegas el móvil. Aquí está, creo que ya lo tengo, sólo puede ser esto: metálico y frío, con sus teclas laterales y el anverso acristalado de su pantalla protectora… Lo saco. Efectivamente, es el móvil. Deslizo mi dedo índice derecho en sentido vertical por la pantalla y aparece el salpicón de coloridas aplicaciones que me he ido bajando poco a poco. Sigo deslizando el dedo hasta dar con Google Maps. Lo tengo. Clico y tecleo “farmacias de guardia”… Depronto siento un desgarro indescriptible, seguido de un fogonazo cegador, y de inmediato me sacude una sensación de rapto cósmico, estoy siendo abducido por una especie agujero luminiscente que me traslada a otra realidad, a un mundo situado al otro lado de una línea infinita. Puedo ver el lugar donde me encontraba segundos antes de deslizar el dedo por la pantalla de mi iPhone. Tengo la sensación de que ambos, ese mundo y yo, estamos atrapados.  

Trato de interactuar con la nueva «irrealidad» en la que me encuentro. Aquí la vida es limitadísima, se desarrollaba en una superficie de 6’7 pulgadas, y todo lo que veo existe en un sólo plano; intento moverme pero el movimiento es desconcertante, más que avanzar me expando: me muevo como una mancha de aceite en la superficie del agua. Trato de asirme a las cosas buscando estabilidad, pero se desvanecen y no se dejan atrapar, siempre estoy en mismo sitio. Mis manos carecen de fuerza alguna y mis dedos empiezan a achatarse hasta parecerse a los de una rana amazónica, estoy sufriendo una extraña metamorfosis y la sensación de estar convirtiéndome en una pegatina. Me deslizo por la superficie fría y colorida de una laguna, todo está como congelado. Bajo la superficie se mueve la otra realidad, llena de vida, imposible de atrapar con mis manos, a la que sólo puedo llegar con mis ojos… Un momento, veo la cruz verde fluorescente de una farmacia… Trato de alcanzarla arrastrándome, pero mis manos no me ayudan, más que dormidas están muertas. Súbitamente oigo un estruendoso golpe y veo esa superficie resquebrajarse, toda mi visión se ha hecho añicos y empiezo a caer vertiginosamente en un vacío, la ventana se ha convertido en un sumidero voraz por el que me precipito a gran velocidad hacia algún abismo desconocido. Abruptamente toco fondo y me detengo. Abro los ojos y veo la pantalla de mi móvil en el suelo hecha añicos. Inservible. 

He vuelto a la realidad abandonada. Estoy en una calle. Instintivamente agarro a alguien que pasaba junto a mí por el brazo y le pregunto: 

¿Oiga, por favor, habrá alguna farmacia abierta por aquí cerca?

-Ehhhh, déjeme pensar… sí, hay una abierta 24 horas. Siga recto y a unos 50 metros gire a la… Mire, mejor acompáñeme y le indico, voy en esa dirección y total, me pilla de paso… -Nos encaminamos hacia ella- Es ahí, a la vuelta de esa esquina, junto a la cafetería que tiene los mejores pinchos de tortilla de todo Madrid.

Al llegar a la esquina le he tendido la mano, nos las hemos apretado y le he dado las gracias. Era una mano recia, trabajada. Me he dirigido a la farmacia. Me he parado inesperadamente delante la cafetería referida y me he dicho:

-¿Y si me tomo un maldito pincho de tortilla?

Mientras me lo tomaba con un café con leche, pensaba en el tipo que he agarrado por el brazo y en la pantalla del móvil con la imagen de Google Maps hecha añicos. El pan de la tortilla estaba crujiente. Sentí el tenedor frío hundirse en la superficie inconsistente del pincho. Lo cortarba en pedazos que pinchaba con facilidad y me llevaba a la boca. La taza del café estaba caliente y mis dedos han apreciado la consistencia vigorosa de la loza. A continuación he podido percibir la sequedad de la servilleta que he cogido para limpiarme los labios grasientos… Mientras terminaba he echado un vistazo a las noticias hojeando el sobeteado periódico que unos y otros han ido dejando en la barra. Depronto, un viejo que jugaba al dominó, con otros tres o cuatro, ha golpeado la superficie de mármol de la mesa con una ficha diciendo:

-¡Vamos Antoñito, espabila que me toca!

He metido la mano en el bolsillo del pantalón, he sacado las monedas de mayor tamaño, he pagado y me he pirado.

Empujando el enorme tirador cromado de la puerta he salido. Algo me ha llevado a poner la palma de una de mis manos mirando al cielo; entonces he notado la humedad de unas cuantas gotas de lluvia.  Con los ojos puestos en ese mismo cielo, no me ha quedado otra que decir:

-Realmente lo que me toca ahora es sentir.